#HistoriasDePioneras
Aquella soledad era conocida. Teresa se detuvo delante del piano. Lo miró fijamente, repasó con la yema de sus dedos la llana y pulida figura. Cerró los ojos. Tanto se conocían, tanto habían batallado juntos y ahora se le antojaba ajeno. Su pena no le afectaba. Él quedaría intacto en aquel salón, inmune a los males humanos. Él, se silenciaría por un tiempo, y después, volvería a sonar en otras manos. ¿Quién se acercaría a su regazo y entonaría los conocidos valses y merengues?
Inconsciente, su mano izquierda se aproximó a la parte grave del piano, y una pulsación marcó el ritmo del conocido vals venezolano, enseguida la mano derecha comenzó a cantar la melodía que tanto amaba. El recorrido travieso de ésta por el interior del instrumento hasta despegar sus alas, fue fugaz. La música volaba por la estancia alegremente, como también lo había hecho ella en su escasa niñez.
Ahora sus caderas se ceñían firmes a la butaca, la espalda erguida se balanceaba serena y los hombros acompañaban la cadencia de un extremo a otro del instrumento. La memoria sobrevino sin remedio. “Teresita, no corras y portante bien”. La voz suave de su hermana vibró en sus oídos. Aquella vez la apartaban de los olores de su infancia, de la luz transparente que atravesaba las orquídeas, de su querida Emilia. “Cuando tenga una hija, se llamará como tú”. Respondió la niña, y así fue.
No corras Teresita, no corras. Había escuchado tantas veces aquella advertencia y su vida le había pedido en otras tantas ocasiones ser vertiginosa. Aquel otoño su padre se encorvó para llegar hasta sus ojos:
—Recuerda Teresita, ve pausadamente hasta el piano. No corras. Tocarás para el presidente—.
Ella caminaba y daba saltitos entre un paso y otro, porque no podía esperar más; miraba a su padre y seguía ávida en dirección al piano. Se sentó en la butaca solemne y sus pies se inclinaron para alcanzar los pedales. Ya de niña conocía cada víscera de su instrumento, con las primeras notas supo que aquel estaba desafinado. Un arrebato la dominó, y la improvisación fue su salvadora, desde entonces sería su aliada.
Pausa. El vals Mi Teresita se ahogó repentinamente en las manos de aquella mujer de 63 años. Aún con los ojos cerrados la sorprendió el Cuarteto de cuerdas en Si menor entrando en su cabeza. El ritmo abrigó a la melodía y el alud de pensamientos estalló en sus dedos. “Adiós Emilia, hija. Recuerdo tus tiernas manitas entre las mías. No te olvidé nunca. Nunca.”
Ahora componía, la leona despertaba a la caza del dolor. “Corre Teresa, corre. Soy fuerte, mis manos son fuertes. Soy la Liszt hembra. Yo protejo a mis crías. Les doy su sustento. Soy La Carreño”.
Los brazos se alzaron brevemente y con tono dulce acarició de nuevo a su fiel testigo. “Tú eres mi único compañero leal”. Hubo un silencio, y después, los acordes se superpusieron unos a otros y sus vivaces manos dejaron escapar el sufrimiento que las mantenían en reposo.
“Teresa hija, este mundo es de hombres”. Agotada dejó que las frases nadaran libres y el hormigueo la envolviera por completo. “Madre, volví en dos ocasiones. Regresé a Venezuela. Mi añoranza se vio recompensada”. Los flashes llegaban como espejismos, ojos de mujeres desconocidas la seguían. El calor del trópico que respiró en aquellas visitas, tenía toxinas. Sus manos saltaron a lo largo del piano y los acordes atravesaron su cuerpo. “Mi voluntad no la doblega nadie”. Los susurros perseguían sus pasos. “Divorciada” “Es una mujer divorciada” “Divorciada, por tercera vez”. Teresa respiró tranquila, una lágrima humedeció el fino algodón de su falda. De aquello sólo quedaba la reminiscencia de un aroma en la memoria. Y así, despacio, la melodía volvió sosegada.
“Mis manos en las suyas, las de Brahms”. Teresa, inspiró. “Mi estimada Teresa, usted no es una pianista, usted es un pianista.” Ahora Teresa sonreía cariñosamente y recordaba sus siete partos. Cuando todo el mundo la creyó agotada, sus manos ligeras improvisaron sin descanso. “Ella compone mientras ejecuta”. Ella, la valquiria del piano. En éste, su concierto más íntimo, añoraba la lluvia de aplausos que la cubría después de actuar. Y, en una pausa imperceptible pensó que todo era efímero. Ella sobretodo. Tan sólo huesos y carne haciendo vibrar el eco de un instante.
Sus manos descansaron un momento, y luego, los pensamientos la llevaron a la Marche funèbre. “Gracias padre. Siempre creyó en mí. Usted no me desanimó por ser una muchacha. Mis manos no saben bordar otra cosa que no sean notas sobre el piano.”
Su sufrimiento resonó sin pausas, y la feroz despedida avanzó sin remedio. “¿Cómo puedo dejarte a ti, que has sido mi única patria, mi ancla, mi voz?”
Unos días más tarde, el 17 de junio de 1917 el New York Times recogería esta frase: “Es la mejor pianista que haya vivido jamás.” Entonces en aquel salón, sólo habitaba el silencio y el tiempo.