En verano hice un viaje difícil y rápido a Venezuela, mi país de origen. Mi padre falleció con 87 años de amibiasis. Las amebas son unos parásitos que se aloja generalmente en los intestinos. Es una enfermedad bastante leve, pero en el caso de mi padre se complicó.
Comprobé por lo tardío del diagnóstico: dos semanas después de su muerte, que las clínicas en Venezuela podrían llegar a convertirse poco a poco en aquellas clínicas de eutanasia que describe Paul Auster en su libro El país de las últimas cosas. Descubrí una Venezuela que se está quedando sin recursos, entre otras cosas, porque los ladrones no solo roban dinero sino también la memoria de las personas. Tanto así, que les están haciendo dudar si alguna vez hubo algo allí.
El conuco de mi familia en el Ávila
Mi padre,no sabía hacer otra cosa que trabajar. Era agricultor. Él que siempre buscó la abundancia entendida como una mesa donde hubiera de todo para todos, sufría al llegar a su hogar sin unas chucherías para las bisnietas.
Durante los novenarios, la gente se me acercaba y me explicaba cuentos sobre él, todos ellos podrían reunirse en una antología titulada: “el hombre más generoso de allí”. Pero eso será motivo de otros escritos. Esas anécdotas me gustaban, pero venían seguidas de quejas sobre la situación política del país, esto no me sorprendía porque yo era “carne fresca” para quienes necesitan a viva voz desahogar su malestar. Lo que me inquietó fue la frecuente pregunta de: “¿En España se consigue de todo?” Invariablemente respondí: “Sí, como aquí hace unos escasos años”, la contestación a mi respuesta era una mirada como la de Anna Blume, protagonista del libro de Auster:
“Era como si algo les impidiera recordar”
También escuché que, como en la novela de Auster, en muchas ciudades de Venezuela los clubes para el asesinato florecen. Que no se encuentra comida, ni artículos de aseo personal y que llevar un saco de cemento en tu coche es casi motivo para una detención judicial. Escuché realidades que superan la ficción y a vuelo de pájaro parece que si quieres un arma es fácil conseguirla, si quieres drogas también. Eso sí, que no estén comercializadas, pues los medicamentos están prácticamente prohibidos en aquel país.
Escuché cuentos fantásticos y de terror. Me dijeron que sólo los sapos, los cerdos y las ratas pueden llenar sus estómagos con aviones cargados de productos provenientes de Aruba, Panamá o Miami. El resto de los seres vivos están tan delgados como los describen Anna a su llegada al país de las últimas cosas. Hay personas a quienes se las está llevando el viento de la indiferencia.
La comparación se hace alarmante cuando algunas frases de Auster podríamos encontrarlas en cualquier periódico venezolano:
“Aquí la mierda y la basura son bienes importantísimos y, con los recursos de carbón y petróleo descendiendo a niveles alarmantes, éstos son los que nos proveen de gran parte de la energía que aún somos capaces de producir” (Anagrama, 1996, p. 42).
Por supuesto en Venezuela no faltan los corredores que caen muertos de cansancio en cualquier esquina. También están los soñadores, los ilusos que desde su incomoda comodidad sostienen fantasías esperando de nuevo un héroe mesiánico que lo resuelva todo por arte de magia. Otros que sueñan con salir y vivir en un eterno Disney world, así alimentan sus fantasías infantiles que le ayudan a sobrevivir, pero no a madurar.
Venezuela como la novela de Paul Auster no es un país ficticio, no es ciencia ficción, es el límite. Es levantarse cada mañana y romperte la cabeza con la misma pared. La gran diferencia con ese país que describe Auster es que en Venezuela, aún, sus habitantes no han perdido su capacidad creadora. No se han vuelto insensibles, ni egoístas, la miseria no ha llegado a roer sus espíritus. Por eso, hay personas que después de hacer una cola de cinco horas para comprar un litro de leche lo regalan a la mujer que tiene tres horas esperando lo mismo, pero con un bebé en brazos. Hay personas que despiden una visita con una bolsita en la que dan un kilo de harina pan o uno de azúcar y otro de café. Hay hogares generosos en medio de la escasez. De esta postguerra sin bombas.
Hay sed de consumo, sí, pero sobretodo hay necesidad de justicia. La promesa del socialismo del siglo XXI de una sociedad sin clases, ha devenido en una sociedad sin cosas.
Aun así, con tanta semejanza, me atrevo a decir que Venezuela no es el país de las últimas cosas, no es sólo ese solar que describe el poeta Golcar Rojas en su poema ¿Dónde queda Venezuela?:
“Esto, este solar de mansas colas de hambruna/ no es la tierra que parió a héroes independentistas./Esto no es más que la república bolivariana de Venezuela. Así con minúsculas. Disminuida y empobrecida,/ Ensombrecida, envilecida y triste.”
Venezuela no es una tierra limitada y seca, y sí, el terreno siempre fértil se ha endurecido y empobrecido escuchando a ese “megalómano” de la miseria y resentimiento. Pero si aras un poco, si metes tus manos en la tierra como tantas veces lo hizo mi padre puedes encontrar valiosas semillas de creatividad que salvan a los que aún quedan allí. Debajo de esa superficie inhóspita persisten corazones latentes de justicia que miran los amaneceres con esperanza, siguen entregados eternos al trabajo, buscando salida en su interior porque no tienen los medios para ir a ninguna parte. Y esas personas que conviven animosos aún con el resentimiento y la fe reparadora esperan el día que en ese país caribeño vuelva a salir el sol para todos. Esa gente capaz de reinventarse sabe que Venezuela no es el país de las últimas cosas.
Semillas de caraotas al sol